Se llama Piedad. Vive en Canarias. Con sólo siete meses, en mayo de 2002, fue ingresada en un Centro de Acogida tras ser declarada en desamparo por las penosas circunstancias en que vivía. Esa resolución fue recurrida por su madre biológica año y medio después al decidir la Administración autonómica constituir un acogimiento familiar preadoptivo. Dicha resolución tenía por base el notable deterioro que los psicólogos detectaron en Sara tras su internamiento. Recurrida dicha decisión, estuvo un año más en otro Centro. Firme ya definitivamente, se seleccionó una familia acogedora que ya tenía otros tres hijos (uno adoptado). Llegó allí con tres años y medio de los cuales tres de su vida, los más determinantes de su formación como persona, los había pasado en varios centros de internamiento donde recibió atención material, pero no lo más esencial en alguien tan vulnerable: cariño. Iniciada su nueva vida en una familia, se recrudece la batalla jurídica con resoluciones tan respetables como controvertidas, ordenando el reingreso de la niña a un centro.Ya fueron muy públicos los casos del niño del Royo en Ávila y los andaluces de Dos Hermanas y no hemos aprendido de estos (y otros no publicitados) casos sangrantes. Ciertamente, cada supuesto ha de juzgarse ponderando los hechos concretos concurrentes pero hay algo que parece no se ha asumido suficientemente: el interés del menor tiene que ser absolutamente preferente frente a otros.
Es positivo el anuncio por el Gobierno de una Ley de Adopción Internacional también impulsada desde el PP, pero no puede ignorarse que a los 4.000 casos anuales de acogimiento y adopción internacionales, deben añadirse los 1.000 que se producen internamente en España. Son mayoritarios los primeros por la baja natalidad aquí, por resultar mucho más rápidos (aunque más costosos) pero también porque si la adopción es para los niños una aventura, para los padres adoptantes puede ser una insufrible tortura. Si en algunos países (reciente está el caso del Congo) la inseguridad jurídica es clara, lo que sucede en la realidad española es sangrante. Conseguir un niño en China, Rusia, India, Colombia y otros lugares supone poner tierra o mar de distancia respecto a un pasado a dejar atrás, pudiendo buscarse (o no) voluntariamente en un futuro un reencuentro con esas raíces. Pero tener la heroicidad o temeridad de realizar un acogimiento o adopción en España es arriesgarse a que, tras haber asumido (verdaderamente desde el primer día) el hijo como propio, uno, dos, cinco o más años después puedan ser privados de un "hijo del corazón".
Claramente, son muy legítimos y ponderables los intereses derivados de la sangre, los de la familia biológica. La especial vinculación de ésta obliga a ser muy cuidadoso al valorar las circunstancias que impongan la decisión de declarar una situación de desamparo y desvinculación del enraizamiento originario y al examinar qué posibilidades efectivas hubiera, en su caso, tras una rehabilitación, para la recuperación de una patria potestad desposeída por un incumplimiento grave y reiterado de las obligaciones básicas.
Son, ciertamente, muy respetables todos estos intereses pero por encima, pero muy por encima de todos ellos, está el interés del menor. Éste ha de prevalecer claramente sobre las expectativas de quienes no tienen descendencia biológica o solidariamente deciden dar acogida a otro hijo igual en derechos a los ya propios. Pero con idéntica fuerza, ha de afirmarse que el hecho de que unos espermas y unos óvulos se hayan conjugado para generar una criatura eso no da ningún título de propiedad sobre ella. Menos aún cuando, por el constante incumplimiento de sus obligaciones, la Administración encargada de los intereses públicos decidiese privarles de sus derechos iniciales.
La Ley de Protección Jurídica del Menor de 1996 supuso un avance pero el complejo sistema legal produce efectos perniciosos: la posibilidad de oponerse por la madre biológica (el padre no suele hacerlo) a la declaración de desamparo cuando ha pasado un tiempo excesivo (siempre en contra del menor); el hecho de que esa oposición se manifiesta frecuentemente cuando son entregados a una familia biológica y no cuando llevan años pudriéndose afectivamente en centros de internamiento; la alegación de la rehabilitación y el deseo de recuperar el hijo o hija cuando éstos ya están plenamente enraizados en una familia acogedora o adoptante.
Ciertamente, debe intentarse mantener al niño o niña en su hábitat biológico. Sin embargo, esto, especialmente en un sistema judicial bastante conservador en el que la invocación de la sangre tiene fácil receptividad, no puede ser una máxima. La intensidad de lo que se debate, con decisiones generalmente difíciles de tomar, se traslada al órgano jurisdiccional que, a veces, puede ofuscarse, perdiendo la serenidad de juicio y el norte: el interés superior del menor.
Actualmente, los procesos judiciales de acogimiento y adopción son inmanejables, superpuestos y solapados. Urge impulsar unas modificaciones normativas que refuercen la primacía del interés del más vulnerable: los niños. Los padres o madres biológicos podrían ser merecedores de compasión (a veces, con malos tratos, lo contrario) y de ayuda de la Administración cuando no hubiesen podido cumplir con sus obligaciones naturales. Sin embargo, el sistema no puede propiciar un constante riesgo (en contra de los niños) de mantener abierta de modo reversible cualquier posibilidad de "recuperar" el hijo que tras unos años de internamiento en un centro está plenamente consolidado en una familia acogedora. No sólo los cambios de actitud tienen que ser radicales sino que, en todo caso, tienen que subordinarse a lo que mejor interese al menor.
Además de la especialización jurisdiccional, también en las Audiencias, de los asuntos del D. de familia (según iniciativas del PP y CiU retenidas en el Congreso), son necesarios cambios en el CC y en la LEC. Reforzar desde el primer momento los derechos de información y asistencia jurídica de los padres biológicos, la intervención de la familia extensa (generalmente abuelos), la tramitación prevalente de estos procesos o la exclusión del aprovechamiento del expediente de adopción para resucitar temas ya resueltos son algunas propuestas. También la necesidad de fijar unos plazos de caducidad de las acciones de oposición al desamparo o al solicitar la rehabilitación de la patria potestad, sin que en ningún caso pudiera revocarse la adopción ya constituida que tuviese por base el desamparo del menor por sentencia firme. Cuatro o cinco años puede resultar un periodo largo para un adulto pero es determinante en la formación de un niño o niña cuyo interés debe primar absolutamente sobre todos los demás concurrentes.
Jesús López-Medel
Abogado del Estado. Diputado del Congreso por Madrid (PP)
El País, 10/03/2007
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