El Galeón de Manila o Nao de la China fue la primera ruta estable que surcó el Pacífico enlazando Asia y América. Desde su asentamiento en las Filipinas, España centralizó el comercio del extremo oriente hacia las costas americanas. Casi tres siglos duró aquella ruta que unió Manila con Sevilla a través de México.
Para entender la enorme importancia de aquella ruta hay que situarse en el siglo XVI, cuando la navegación depende todavía de los vientos y las corrientes marinas, y enormes extensiones del planeta permanecen inexploradas. Las dos grandes potencias marítimas del momento son Portugal y España. Ambas se han repartido los océanos. A Portugal le corresponde la costa brasileña, las rutas africanas y el océano índico; España controla el Atlántico norte, la costa pacífica americana y, tras el viaje de Legazpi y Urdaneta, el pacífico desde América hasta las Filipinas. El objetivo de ese reparto es acceder al mercado del Lejano oriente: China, India, Japón, Siam. Como la ruta mediterránea está cerrada por el Imperio Otomano, Portugal ha abierto su camino en dirección Sur-Este, bordeando África; España lo abrirá en dirección Oeste, desde América.
El mercado asiático
¿Por qué era tan importante el mercado oriental? Por el valor de sus mercancías. De allí venían las especies -rarísimas en Europa-, las porcelanas y las sedas, los marfiles y maderas lacadas; cosas perfectamente superfluas, pero muy escasas y, por tanto, muy caras, de modo que eran codiciadísimas en las grandes ciudades y en las cortes europeas. La Corona que consiguiera patrocinar tal tráfico obtendría una excelente fuente de ingresos. España necesitaba ese dinero: la política imperial de Carlos I había sido tan gloriosa como cara; Felipe II quiere conservar la gloria, pero es perfectamente consciente de que hay que pagarla. Además, como era ya tradición en el caso español, la apertura de los mares no era sólo un imperativo comercial, sino que venía dictada por consideraciones de rango mayor: primero, religiosas; además, políticas y militares.
Por eso Felipe II decide promover el establecimiento de bases fijas en Filipinas. Magallanes y Elcano habían demostrado que era posible llegar allí desde América; Urdaneta demostrará que, además, es posible volver, cosa esencial en un tiempo en el que la navegación depende de las corrientes. Hay que ponerse en la piel de aquella gente que se subía en un barco para averiguar si había una ruta, sabiendo que, si no la encontraban, el desenlace más probable era la muerte. Con ese arrojo, muchos conocimientos cosmográficos y enorme pericia marinera, los españoles descubrieron que había un camino para atravesar el Pacífico desde las Filipinas hasta América: la corriente de Kuro-Siwo. Sentada la ruta, el océano se abrió.
El primer barco zarpó en 1565. Con aquel primer navío se selló el destino de las Filipinas durante tres siglos. No iban a ser una simple posesión colonial en un lugar remoto del Pacífico: las Filipinas y sus ciudades –Manila, Luzón, Cavite- se convertirían en el centro del comercio oriental. Centenares de buques chinos acudían permanentemente a aquellos puertos españoles en extremo oriente; también centenares de marinos españoles, como antes los portugueses, construían su red comercial con los mercaderes asiáticos. El fruto de todo ese comercio se almacenaba en un enorme recinto, el Parián de los Sangleyes, y embarcaba una vez al año, en ocasiones dos veces, en el famoso Galeón de Manila. La partida del galeón era una auténtica fiesta local, el acontecimiento central de la vida de la ciudad.
¿Cómo eran aquellos barcos? Grandes; pesados. Algunos habían sido construidos en los astilleros filipinos de Bagatao, otros en el arsenal mejicano de Autlán. Eran enormes almacenes ambulantes de entre 500 y 1.500 toneladas, y a veces incluso navegaron dos barcos en el mismo viaje. Lo que llevaban a bordo era un auténtico tesoro. Consta que el valor de las mercancías llegó a superar los dos millones y medio de pesos en un solo viaje. Para hacernos una idea, tomemos como referencia que el conjunto total de importaciones de oro y plata americanas en todo un año estaba entre los 20 y 30 millones de pesos. O sea que un solo viaje del Galeón valía el 10% de todas las importaciones de metales preciosos en un año. Como su misión era vital, no se escatimaban medios para su defensa: un general al frente, a veces el propio gobernador, y una dotación de soldados. También viajaban pasajeros civiles. Se calcula que a bordo había unas 250 personas. El viaje no era ninguna minucia: entre cuatro y cinco meses, a veces más, saliendo en julio –cuando los vientos eran propicios- y llegando en otoño. Una verdadera aventura.
Un mercado intercontinental
La Nao de la China tenía siempre el mismo destino: Acapulco, el principal puerto en el Pacífico de la Nueva España, hoy México. Allí se desembarcaba la carga y el galeón volvía a las Filipinas. El viaje de vuelta se beneficiaba de los vientos y las corrientes marinas: cincuenta o sesenta días bastaban para cubrir 2.200 leguas desde Acapulco hasta Cavite y Manila. Y no volvía de vacío, sino que transportaba en su panza el material más preciado en Asia: la plata, que allí era más valiosa que el oro. Gracias a la plata mejicana, los españoles podían adquirir las mercancías de Asia a un precio muy ventajoso. Tan ventajoso que el margen de beneficio final era de cerca del 300%. Un negocio extraordinario.
Jarrón chino aparecido en uno de los galeones hundidos de la Ruta
¿Y qué pasaba con las mercancías de la Nao de la China, una vez desembarcadas en Acapulco? Parte se vendía ahí. Otra parte –la mayor- cruzaba México por tierra, a lomos de mula, hasta llegar a un puerto atlántico, el de Veracruz. Allí las riquezas del Galeón de Manila se unían a los metales y piedras preciosas extraídas de América, y todo embarcaba con destino a los puertos españoles de Cádiz y Sevilla, gran centro del comercio de Indias. En Acapulco, la llegada del Galeón era una fiesta. En torno a la Nao creció una feria de artículos exóticos reglamentada desde 1579 y que duraba todo un mes. Es indescriptible la emoción que se adueñaba de las gentes de Nueva España ante todas aquellas fantásticas mercancías: sederías de China, marfiles de la India, porcelanas finísimas, tesoros de nácar, maderas lacadas del Japón, especies de Indonesia, las Molucas, Timor o Siam; jengibre de Malabar, alcanfor de Borneo, ánforas de Martabán traídas desde Birmania…
Como suele ocurrir en estas cosas del comercio, la ruta Manila-Acapulco pronto contó con emuladores: la riquísima y exquisita sociedad limeña, deseosa de participar en aquel festival de artículos de lujo, trató de organizar su propio sistema de naves tanto hacia Filipinas –cosa que no consiguió- como hacia México. El intercambio comercial entre los españoles de Perú y los de México se hizo intensísimo: tres millones de pesos anuales a finales del siglo XVI, cinco millones anuales a principios del XVII. El problema era que este tráfico americano podía dejar la carga del Galeón literalmente vacía antes de llegar al puerto de Veracruz, de manera que a Sevilla sólo llegarían los restos. Los comerciantes sevillanos lograron que la Corona pusiera un tope al tráfico entre los virreinatos americanos. Ese tope, más o menos, se respetó. Pero las rutas marítimas abiertas entre Perú y México asistieron entonces a un nuevo tráfico comercial: cacao, brea, mulas, vainilla, zarzaparrilla, añil… todo eso se intercambiaba entre los dos virreinatos, desde el norte de Chile hasta Honduras, al calor del tráfico abierto por las Naos de la China.
Tan pocos contra tantos
Ya puede imaginarse que tales riquezas despertaron la codicia de los piratas. Las aguas del Pacífico, aunque peligrosas para la navegación –tanto por los temporales como por las calmas-, eran seguras desde ese punto de vista: pocos se atrevían a cruzarlas. Sin embargo, las áreas más cercanas al archipiélago filipino hervían de piratas chinos, japoneses, malayos… Y pronto se llenaron también de piratas holandeses e ingleses. La piratería no hizo mucho daño al Galeón de Manila: en doscientos cincuenta años, sólo cuatro barcos cayeron en manos de los ladrones del mar. Mucho más peligrosa fue la ambición holandesa por arrancar a España y a Portugal sus bases comerciales en los puertos del Pacífico.
Plano del Fuerte de San Diego en Acapulco Los holandeses mandaron auténticas flotas para tratar de echar a los ibéricos a viva fuerza. Es lo que intentaron en un punto neurálgico de todo aquel tráfico comercial, Macao, en 1622, cuando España y Portugal estaban bajo la misma Corona y, por tanto, compartían dominios en aquellos lugares. Una flota holandesa de tres barcos y 1.300 hombres intentó apoderarse de Macao, defendida por una guarnición portuguesa de unos 300 hombres reforzados por dos compañías españolas. Pese a su superioridad, los holandeses tuvieron que retirarse. Un cronista nos dejó el siguiente testimonio:
“Se aprestó el invasor holandés al desembarco. Pero aquellos portugueses, y unos cuantos españoles que estuvieron junto a ellos, obraron maravillas aquel día. La artillería, servida por los padres jesuitas, frenó en seco el avance holandés. Y acto seguido los defensores, aun siendo muy inferiores en número, salieron de sus defensas, invocando a la Virgen María y a Santiago Apóstol rompieron el asedio y se abalanzaron contra los atacantes, obligando a huir a los herejes, que corrieron a refugiarse en sus barcos. Así se salvó Macao aquel 24 de junio de 1622. Y no puede uno sino admirar el decidido espíritu de tan pocos contra tantos…”.
España mantuvo su bandera en Filipinas hasta 1898. El Galeón había dejado de circular mucho antes: hacia 1820, cuando México, independiente, cerró el flujo comercial. Pero para entonces ya otros muchos barcos, de otras muchas naciones, surcaban el Pacífico con la seguridad que proporcionaban las nuevas técnicas de navegación. Un océano que abrieron los españoles con sus galeones de vela, trazando la primera ruta comercial de Asia con América.
José Javier Esparza
ElManifiesto.com