miércoles, 30 de abril de 2008
Devueltos al orfanato


Una de cada cinco adopciones desemboca en situaciones dramáticas. La voluntad no siempre puede evitar la ruptura

Irina tiene apellidos españoles, pero sólo reflejan una legalidad burocrática. Detrás no hay un hogar ni una familia. La tuvo durante un tiempo, pero la cosa no funcionó. La suya es una de estas historias terribles de adopción truncada. Un tema del que no se habla nunca, sobre el que pesa una especie de tabú. En este caso, fue Irina la que rechazó a su familia adoptiva, pero está segura de no ser la culpable. Tenía sólo 11 años cuando llegó a España con su hermana, procedentes de un orfanato ruso. "Yo no sabía que me venía para siempre. Creía que podía volver a mi país, donde vive mi madre. Las autoridades le habían quitado nuestra custodia porque bebía mucho, pero la veíamos de vez en cuando". Sus primeras palabras en español fueron "quiero volver a Rusia". Y ahí empezó un calvario que terminó en un piso de acogida en España, rodeada de niños solos como ella.

La historia de Irina (nombre ficticio) es una mancha en las estadísticas de adopción internacional en España, un fenómeno que ha desbordado todas las previsiones. En la última década, más de 35.000 niños del Este europeo, de China, de Nepal, de Etiopía, del Congo, de Colombia, México o Perú, han encontrado un nido en España. La mayoría de las veces, el refugio es caliente y confortable. Pero no siempre es así. Aunque el porcentaje de adopciones truncadas en España es todavía muy bajo -en torno al 1,5%-, Ana Berástegui, profesora de la Universidad de Comillas y una de las pocas expertas que han realizado un estudio empírico del tema, calcula que una de cada cinco familias con hijos adoptivos "vive situaciones muy problemáticas", al filo de la ruptura.

El dato lo obtuvo sumando los casos de familias que camuflan las tensiones enviando a los hijos internos a colegios, con los de aquellas que no han llegado a consumar la adopción propiamente dicha en los primeros cuatro años de convivencia, al no existir eso que los psicólogos llaman el "vínculo" entre padres e hijos. "La adopción internacional es un fenómeno reciente aquí. Cuando los niños lleguen a la adolescencia puede haber una crisis si estos vínculos no se han forjado", dice Berástegui.

"Los padres tienen la ilusión ingenua de que el amor todo lo puede, pero no es así. Los niños adoptados tienen una historia detrás, han vivido en la adversidad emocional, y eso les marca", explica Jesús Palacios, catedrático de Psicología Evolutiva de la Universidad de Sevilla y experto en adopciones. Cuando los problemas surgen hay que buscar ayuda de inmediato. De lo contrario, no habrá solución. Un paso en falso marca para siempre. Carme Vilaginés, psicoterapeuta y autora del libro L'altra cara de l'adopció [La otra cara de la adopción], se ha tropezado en su consulta con personas destrozadas a raíz de una ruptura. Por eso ha llegado a una conclusión: "Todo el que adopta debería entender que es tan necesario llevar al hijo adoptivo al psicólogo como al dentista".

Irina recuerda muchas visitas al psicólogo que no resolvieron sus problemas. "Mi madre adoptiva no dejaba de reprocharme que quisiera volver, después de lo que habían hecho por mí. Del dinero que habían gastado, la ropa que me habían comprado, los juguetes. Pero, ¡si no me dejaban jugar con ellos! ¡Estaba todo el día estudiando!".

Después de una breve etapa en un centro de acogida ruso, volvió a España. "A mi regreso, la asistente social me preguntó si quería volver con mis padres adoptivos o vivir en un piso de acogida con otros niños como yo. Dije que en el piso. En casa de mis padres no había encontrado cariño. No me dejaban ni estar con mi hermana".

Han pasado los años. Irina -larga melena rubia, piel luminosa- ha crecido en pisos de acogida en un país inicialmente extraño. Aun así, no se queja. Ha sacado su graduado escolar y ha encontrado un trabajo, asistiendo a ancianos impedidos. "Lo malo es que gano muy poco, sólo 600 euros". Poco dinero para hacer frente a los gastos de una vida en solitario, y, a veces, el mundo se le cae encima. "Mejor no pensarlo", dice en un español con acento latinoamericano. Mejor no pensar que todo hubiera podido encarrilarse si sus padres hubieran comprendido que era sólo una niña, incapaz de calibrar las consecuencias de sus deseos. "¿Por qué no me entendieron?", se pregunta. El tiempo no ha cerrado las heridas. Las relaciones con la familia adoptiva no pudieron restablecerse. "Y lo peor es que he perdido a mi hermana".

Lila Parrondo y Mónica Orozco, psicólogas del gabinete Adoptantis, que asesora a padres adoptivos con problemas, se han tropezado con casos así, marcados por desencuentros desgarradores. Ambas coinciden en que uno de los problemas más comunes es la obsesión de los padres en convertir a los niños llegados de China, o Rusia o Nepal, en hijos biológicos. "Ves cómo se lanzan a reservarle plaza al niño en la escuela, antes de que se lo entreguen", dice Orozco. "Y te das cuenta de que no se dan tiempo para conocerse. Se niegan a aceptar que ese niño les necesita a ellos, que viene con una experiencia de abandono, y que siempre será diferente a los hijos biológicos". La vida se encargará de recordárselo una y mil veces, cuando vaya al oculista y le pregunten qué historial de miopía hay en su familia, o cuando en la escuela un profesor poco avezado insista en repetir los tópicos que circulan sobre su país de origen.

El catedrático Jesús Palacios estima que, dentro de unos años, el porcentaje de adopciones fracasadas será aquí más elevado, más próximo al de otros países que nos han precedido en este camino. Porque la adopción, dice, "es una apuesta muy fuerte por una incertidumbre". Una apuesta que se puede perder.

Cuando Almudena P. (nombre ficticio) comprendió esta realidad era ya demasiado tarde. Su pareja la había dejado, y estaba a punto de perder a un puñado de amigos, escandalizados por su decisión de abandonar a su hija adoptiva en manos de las autoridades de menores. "Yo misma no me he perdonado del todo", dice. Ha llovido mucho desde entonces, pero todavía le cuesta hablar del tema. "Fue la peor experiencia de mi vida. Muchos amigos me señalaron con el dedo y las autoridades me acusaron de frivolidad, pero no era cierto. Quería mucho a la niña, intenté comprenderla, pero no pude ayudarla", dice controlando la emoción.

"Tenía 29 años. Estaba obsesionada con ser madre. Siempre tuve la idea de adoptar. Me decía: ¿Para qué traer un hijo al mundo si hay millones de niños abandonados en él?". Almudena hubiera preferido un bebé, pero el abogado que le llevó la adopción le propuso que adoptara a Natalia, una niña preciosa de seis años, internada en un orfanato del norte de Colombia. "En cuanto la vi me enamoré de ella. Era tan menudita, tan frágil, y tenía unos ojos tan negros". Las primeras semanas fueron perfectas. Natalia se encontró feliz en su nueva casa española con habitación propia y ropa nueva. "Al principio parecía una niña dócil, hasta que de repente empezó a sacar un carácter terrible. No aceptaba la menor autoridad, la menor orden. Le daban verdaderos ataques de ira, se tiraba al suelo con convulsiones, como si sufriera un ataque de epilepsia, pero no tenía nada, era pura furia".

Así empezó un calvario de cinco años. Almudena se queja de que nadie le hablara nunca de las espinas de la adopción, de que sólo le pintaran un panorama rosa. Miguel Góngora, presidente de la Federación de Asociaciones de ayuda a la adopción (ADECOP), asegura, sin embargo, que las ECAI (entidad de colaboración en las adopciones internacionales) se ocupan no sólo de los contactos y el papeleo en los países de origen de los niños, sino de dar cursillos a los padres y ponerles en antecedentes de los problemas que pueden presentárseles.

"No hay altruismo en la adopción, sino un egoísmo elevado", dice. Es un proceso agotadoramente largo, costoso económica y emocionalmente, en el que, a veces, las expectativas no se ven colmadas. Almudena P. rememora ahora, mientras bebe a sorbos un café, los peores momentos de aquella convivencia marcada por la tensión permanente. "Era como si la niña no tuviera sentimientos. No digo que me odiara, pero no soportaba que los amigos le dijeran '¡qué mamá tan guapa y tan joven tienes!'. Según los psicólogos, me veía como una rival". Al final, Almudena tiró la toalla. "Me siento culpable, y esa culpa me acompañará siempre", reconoce, consciente de sus errores.

"Un día, en plena crisis, cuando ya me planteaba entregar la tutela de Natalia, descubrí entre el montón de papeles de la adopción, que había firmado casi sin leer, un informe terrorífico. Decía que la niña era hija de una prostituta de 16 años, que había vivido en el burdel con la madre, que había sido violada. ¿Cómo iba a encajar con mi vida una criatura que en poco más de seis años había vivido mucho más que yo en 29 años?".

De cuando en cuando le llegan noticias de ella. Sabe que vive en un país de Latinoamérica, que, con 20 años cumplidos, sigue siendo preciosa, y que sigue llevando sus apellidos. Jurídicamente es su heredera, su hija. Lo será siempre. "Estoy regularizando la situación con mi actual pareja para evitar que en caso de accidente pueda heredar todo lo que tengo. Sé que utilizaría mal el dinero", dice.

Irina no espera herencias, pero cree que la adopción es una cosa buena. "Siempre que los padres entiendan que su hijo adoptivo nació de otra persona, que no vino al mundo en el avión, ni en Barajas. Que es un ser humano que ha tenido otra vida, que tiene un pasado". Y quizá no quiera olvidarlo del todo.

Lola Galán
ElPais.com



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